Isabel Díaz Ayuso lo ha vuelto a hacer. En su incansable cruzada contra lo que ella llama la “persecución política” de la izquierda, la presidenta madrileña ha encontrado un nuevo motivo para cargar contra el Gobierno de Pedro Sánchez. Esta vez, no se trata de una subida de impuestos, una medida social o un desencuentro con Bruselas, sino de un enemigo mucho más peligroso: una cámara de televisión.
El protagonista de este singular episodio es su pareja, el empresario Alberto González Amador, quien a la salida de los juzgados, tras acogerse a su derecho a no declarar en una causa por fraude fiscal y falsificación de documentos, protagonizó un momento digno de un sketch de humor físico. Mientras intentaba evadir a la prensa con una prisa que solo se explica cuando uno tiene demasiado que ocultar, terminó dándose un cabezazo con el objetivo de una cámara. Para cualquiera que haya visto las imágenes, la escena es clara: un hombre que trata de huir, se tropieza con la realidad y, en el proceso, se lleva un golpe involuntario.
Pero no para Ayuso. En su peculiar interpretación de los hechos, esto no ha sido un percance desafortunado, sino una “agresión” premeditada. Con la misma seguridad con la que ha defendido a su hermano en escándalos previos, la presidenta de la Comunidad de Madrid ha asegurado que su novio no fue víctima de su propia torpeza, sino de una trampa perfectamente orquestada.
“No ha sido golpeado, ha sido agredido”, proclamó con la solemnidad de quien denuncia un crimen de Estado. ¿El culpable? Ni más ni menos que el Gobierno de España, a quien Ayuso ha señalado por no haber montado un dispositivo de seguridad que evitara que los medios hicieran su trabajo. Porque, en la lógica ayusista, lo verdaderamente escandaloso aquí no es que su pareja esté siendo investigada por fraude, sino que se le permita ser grabado mientras intenta evitar a la justicia.
Entre la corrupción, las excusas y la victimización profesional
El golpe en la frente de su pareja podría parecer un incidente menor, pero en el universo político de Ayuso todo es materia prima para reforzar su narrativa de víctima perpetua. El verdadero problema, sin embargo, no es el impacto con la cámara, sino el caso judicial que lo llevó hasta allí.
González Amador está siendo investigado por haber diseñado una trama de facturas falsas y empresas pantalla para evadir impuestos, después de ganar casi dos millones de euros en contratos de mascarillas durante la pandemia. Según la Fiscalía, el empresario recurrió a nombres prestados y sociedades ficticias para reducir su pago de impuestos, un esquema que, de confirmarse, lo convertiría en un defraudador confeso.
Pero para Ayuso, su pareja no es un hombre atrapado en un escándalo de corrupción, sino una víctima de una cacería política. En su retórica, cualquier intento de rendir cuentas ante la justicia es “un juicio político”, cualquier investigación sobre irregularidades en su entorno es “una campaña de acoso” y cualquier consecuencia derivada de sus acciones es “un ataque de la izquierda”.
Lo irónico es que, mientras Ayuso se desvive en su defensa, González Amador ha optado por la estrategia del silencio. En su declaración ante la jueza, decidió no pronunciarse sobre las acusaciones en su contra. Un detalle que, lejos de debilitar la retórica de la presidenta, ha servido como un nuevo argumento para alimentar su discurso de persecución: no es que su novio no quisiera hablar, es que “el engrudo en el que le están metiendo hace imposible que pueda defenderse”, aseguró.
Primero culpar, luego culpar y, por último, culpar
Lo más fascinante del discurso de Ayuso no es solo su capacidad de exonerar a los suyos, sino la creatividad con la que reescribe la realidad para encajarla en su relato de martirio político. Su manual es sencillo y altamente efectivo:
- Paso uno: Negar cualquier responsabilidad.
- Paso dos: Acusar al Gobierno de Pedro Sánchez de orquestar una caza de brujas.
- Paso tres: Presentarse como víctima de una maquinaria represiva.
- Paso cuatro: Convertir cualquier error, torpeza o escándalo en una conspiración de la izquierda.
Y así, bajo este esquema, se han justificado desde los contratos de mascarillas de su hermano hasta las imputaciones de su pareja. Si algo le ha salido mal, es culpa de Sánchez. Si alguien en su entorno es investigado, es culpa de Sánchez. Si la prensa informa de hechos verificables, es culpa de Sánchez. Y si su novio se da un golpe en la frente con una cámara mientras intenta huir, también es culpa de Sánchez.
Porque en la realidad alternativa de Isabel Díaz Ayuso, lo único que nunca pasa es que alguien de su círculo sea responsable de sus propios actos.
Cerrando el telón de la tragicomedia
Lo ocurrido en los juzgados no es más que otro capítulo en la novela de auto-victimización que Ayuso lleva años escribiendo. Más allá de los titulares, lo realmente importante es que el caso contra González Amador sigue abierto, con investigaciones que apuntan a posibles delitos de corrupción en los negocios y administración desleal. Pero en lugar de responder con argumentos, la presidenta prefiere una estrategia mucho más efectiva: desviar la atención, disparar contra la prensa y convertir cualquier tropiezo en una afrenta personal.
Así que, mientras la justicia sigue su curso, los madrileños asisten a un espectáculo donde la indignación de Ayuso solo es superada por su inagotable creatividad para eludir responsabilidades. Y aunque la historia del golpe con la cámara quedará en la anécdota, su capacidad de hacer de todo un complot político no dejará de sorprender.
Porque si algo ha demostrado Ayuso es que en su universo, la responsabilidad siempre es de otro. Y si en el futuro llueve en Madrid, no será culpa del cambio climático, sino, por supuesto, de Pedro Sánchez.